El Bautismo convierte a toda persona que lo acoge, en sacerdote, rey y profeta. Así, el bautizado posee un carácter especial, por el que está obligado a confesar delante de los hombres, la fe que recibió de Dios mediante la Iglesia (Lumen Gentium –LG-, 10-11). Sin embargo, es lamentable que se desconozca esta realidad. San Pablo exhortaba a los creyentes a que actuaran según el llamado que Dios les había hecho (Ef 4:1-6).
La razón de este desconocimiento se debe a la carencia de formación. Después de la 1ª Comunión no existe interés en profundizar sobre los aspectos elementales de la fe. Ésta, señala el Catecismo (CIC, no. 1254), “debe crecer después del Bautismo”. Causa sorpresa ver que algunos creyentes y colaboradores de la pastoral padezcan confusión en cuestión de cultura bíblica y catequística. Reflejo de la pobre formación religiosa que poseemos los bautizados. Se sabrá mucho de Matemáticas, Computación, Contabilidad, negocios, Medicina, Leyes, etc., pero se desconoce lo fundamental de la fe. Esto hace que muchos creyentes, si no cambian de religión, se dejen llevar por ideologías contrarias al Evangelio.
Por el Bautismo, los creyentes participamos de la función profética de Cristo, para dar testimonio vivo, sobre todo con la vida de fe y caridad (LG, 12). Como profetas, tenemos que ser anunciadores de la Palabra de Dios, a través del conocimiento de la Biblia. No sólo dominando la Sagrada Escritura, sino viviéndola y obedeciendo a Dios. Así como los profetas tuvieron la vocación de ser anunciadores de la voluntad de Dios también cada uno de los bautizados tenemos esta misión, por el Bautismo. Para anunciar, es necesario conocer, por eso es obligatorio estudiar la fe. Además, el anuncio supone un riesgo. Ya los profetas se negaban a seguir el llamado, por lo que implicaba, y algunos -como Jonás- trataron de huir. Los destinatarios no desean que se les restrieguen los errores, infidelidades, hipocresías, adulterios y malas conductas, y menos hablar de castigo. Por eso se amenaza, persigue, condena y mata a todo profeta. Son perseguidos, incluso por los que debían mostrar al pueblo, la ley de Dios como los sacerdotes y reyes y, en el tiempo de Jesús, los escribas y fariseos.
Todo mensajero y testigo de la fe, sufrirá amenazas. Si alguien se atreve a oponerse al mal (aborto, eutanasia, homosexualismo, adulterio, compraventa de estupefacientes, robo, incoherencia en la vida política, donde se miente y corrompe para enriquecerse, explotación de los más débiles, cobro de honorarios injustos, valerse de la desgracia del prójimo para aumentar los precios de la canasta básica, etc.), será agredido, difamado, calumniado y, en última instancia, asesinado. Se dañará su reputación. Igual que les sucedió a los profetas, como narra el Antiguo Testamento. Se le señala de hipócrita, santurrón, anticuado, “mocho”, conservador, antiprogresista, fanático, “persignado” y un sinfín de epítetos. Incluso, a quienes ayudan en el templo y se consideran devotos y amigos de curas y obispos, les aplican la ley del hielo, los calumnian y se les acusa ante las autoridades eclesiásticas o civiles, para que sean separados por algún sacerdote cree esas mentiras. Así es la vida del profeta. Por eso, para saber cuán auténtica es la propia fe, basta con analizar el trato que se recibe, ¿de aplausos o de condena? Aunque se tenga miedo de manifestar la fe, no nos arredremos. Sigamos siendo profetas. Cristo reconocerá si cada uno de los bautizados lo proclamó ante los hombres (Mt 10:32-33). La coherencia y la fortaleza son fundamentales.
0 comentarios